jueves, 14 de septiembre de 2023

Sócrates estaría furioso.

 

Sócrates estaría furioso.


En 2004 Rafael del Águila, eminente politólogo fallecido, publicó una obra que tituló Sócrates furioso. El pensador y la ciudad que fue finalista del XXXII Premio Anagrama de Ensayo. En ella se hacía eco de su particular visión del filósofo griego en un destacado trabajo de los múltiples que han estudiado su obra y su personalidad. En él incluye una contestación que Platón dio a una pregunta que le realizaron sobre quién era Diógenes el Cínico, su contestación fue: “Sócrates furioso”. Pero también refleja que otras fuentes señalan que esa fue la respuesta que dio precisamente Diógenes cuando le preguntaron sobre quién era en realidad Platón. Sea cual fuere la verdadera versión de quién contestó con esta respuesta en aquella remota época a la pregunta que le realizaron, la realidad es que quién contestó quiso señalar una característica que Sócrates normalmente no tenía en su modo habitual de reflexión: la furia.

Existe en la obra Vida de Sócrates de Diógenes Laercio un pasaje donde este refleja que Sócrates alguna vez se enfadó o al menos se contrariaba frente a los excesos de vehemencia, aunque otros autores e intérpretes de las obras de aquellos filósofos griegos indican que realmente quien era muy vehemente en sus exposiciones era Sócrates.

Lo que parece claro es que el filósofo que mejor ha representado las tensiones entre el pensamiento y la ciudad, que hoy podría traducirse entre pensamiento y Estado o poder, no era insensible a los problemas que representaba el ejercicio del poder y su relación con la justicia, entendida esta en un sentido distinto a lo que hoy de modo instrumental se entiende por justicia que se relaciona más con el derecho como modelo organizativo social.

La vigencia de Sócrates en el pensamiento actual se mantiene porque su mensaje relaciona pensamiento, mundo (ciudad, Estado) y justicia en un trinomio indisoluble que para el pensador es imprescindible. Por una parte, la relación entre pensamiento y justicia proviene de la reflexión que hace que establezca una correlación entre su concepto de lo deseable desde sus criterios vitales y traslade sus valores a su ideal de justicia. Por otra parte, desde ese ideal de justicia que proviene de su reflexión interna relaciona su criterio personal de justicia y lo compara con las leyes de la ciudad (Atenas) ya que son ellas las que establecen el criterio de justicia que rige para los ciudadanos.

Precisamente Sócrates decidió no acogerse a la posibilidad de renegar de sus ideas en su juicio por acusación de corromper a los jóvenes con sus ideas e introducir nuevos dioses, acusación que realizaron contra él tres ciudadanos, Meleto (poeta), Anito (político) y Licón (orador), que tenían entre otras razones para la denuncia la de la envidia y los resentimientos personales. Eligió la otra opción que era la condena a muerte como alternativa al cambio de sus ideas que le proponía el tribunal. Esa elección es la gran enseñanza socrática que ha vencido el paso del tiempo, principalmente a través de las obras de Platón, Jenofonte y Diógenes Laercio.

Es su idea del cumplimiento de las leyes de la ciudad aunque fueran injustas, lo que le lleva a aceptar la muerte como pena en un proceso dudoso de su imparcialidad en el que las tensiones políticas tenían una parte importante porque Sócrates había tomado partido por la facción pro-espartana que se hizo con el poder tras las guerras del Peloponeso.

La enseñanza de su decisión ante la dura condena que recibe tiene varios aspectos. Por una parte, la elección de mantener sus propias ideas frente a lo que le proponen, que era desdecirse de las mismas y que hubieran arruinado su prestigio de pensador ante la ciudad. Además de ese criterio es determinante su respeto a las leyes de la ciudad, leyes que combatió con sus ideas, su pensamiento y su crítica, pero que era obligado respetarlas como todo buen ciudadano ateniense patriota. Esa ética del comportamiento frente a las leyes de la ciudad es una de las principales enseñanzas socráticas. También, la lección de Sócrates es de un estoicismo incipiente, como es aceptar los resultados de los propios actos y del pensamiento propio asumiendo íntegramente las consecuencias que dimanen de ellos.

Por todo ello hoy estaría furioso. Muy furioso y seguramente se comportaría con una fuerte vehemencia que le haría muy incómodo para el poder.

Hoy Sócrates habría comprobado que las propias leyes que se han dado los ciudadanos pueden mutar según las conveniencias políticas coyunturales lo que hace que los propios ciudadanos que no están inundados y condicionados por las consignas de las diversas facciones políticas, como se decía en la antigua Atenas, miren absortos a cómo sus propios gobernantes un día sí y otro también admiten unos criterios sobre las leyes, para a continuación y de inmediato si es preciso esas propias leyes las conculcan, las modifican y aprueban otras que son totalmente contrarias a las existentes hasta el momento.

Ese comportamiento del poder le hubiera chocado con sus principios por los que murió y aceptó la decisión del tribunal aun habiendo podido salvarse, esos principios eran: mantener los propios criterios y pensamiento frente a los de la ciudad, asumir las consecuencias de ello y considerar que las leyes son para cumplirlas íntegramente y aceptarlas, precisamente porque son las leyes de la ciudad.

Hoy comprobaría que para el poder los criterios sobre la ley y la justicia pueden mutar de inmediato siguiendo las necesidades momentáneas y los intereses personales, donde las leyes que se interponen entre los intereses del poder son laminadas, abolidas y sustituidas por otras más favorables y todo ello sin consecuencias reales para los gobernantes que deciden los cambios, porque el clientelismo de cargos y prebendas que reparte en los Estados contemporáneos hace que tengan unos determinados votos cautivos sean cuales sean sus decisiones.

El mensaje socrático contemporáneo se dirige a la quiebra que determinadas decisiones del poder crean entre la ética, la justicia y el ejercicio del poder, entre las que las perdedoras habituales está la ética que cualquier gobernante debe mantener para que los ciudadanos comprueben que sus gobernantes mantienen unos criterios permanentes y que si fueran preciso cambiarlos, lo realizarían con un consenso mayoritario ciudadano tras un periodo de discusión razonada sobre los cambios. Ese consenso mayoritario es diferente a una mayoría de mínimos aunque sea absoluta en términos contemporáneos constitucionales, porque generaría enfrentamientos ciudadanos permanentes. 

Con ese comportamiento del poder actual la justicia social se resiente para acabar simplemente siendo una justicia jurídica de la mayoría que detente el poder, que es el principio de la quiebra de la democracia, porque esta no puede mantenerse en sus cuestiones principales sin grandes consensos ciudadanos muy mayoritarios.


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