Sócrates
estaría furioso.
En 2004
Rafael del Águila, eminente politólogo fallecido, publicó una obra que tituló Sócrates
furioso. El pensador y la ciudad que fue finalista del XXXII Premio
Anagrama de Ensayo. En ella se hacía eco de su particular visión del filósofo
griego en un destacado trabajo de los múltiples que han estudiado su obra y su
personalidad. En él incluye una contestación que Platón dio a una pregunta que
le realizaron sobre quién era Diógenes el Cínico, su contestación fue: “Sócrates
furioso”. Pero también refleja que otras fuentes señalan que esa fue la
respuesta que dio precisamente Diógenes cuando le preguntaron sobre quién era
en realidad Platón. Sea cual fuere la verdadera versión de quién contestó con
esta respuesta en aquella remota época a la pregunta que le realizaron, la
realidad es que quién contestó quiso señalar una característica que Sócrates
normalmente no tenía en su modo habitual de reflexión: la furia.
Existe en
la obra Vida de Sócrates de Diógenes Laercio un pasaje donde este
refleja que Sócrates alguna vez se enfadó o al menos se contrariaba frente a
los excesos de vehemencia, aunque otros autores e intérpretes de las obras de
aquellos filósofos griegos indican que realmente quien era muy vehemente en sus
exposiciones era Sócrates.
Lo que
parece claro es que el filósofo que mejor ha representado las tensiones entre
el pensamiento y la ciudad, que hoy podría traducirse entre pensamiento y
Estado o poder, no era insensible a los problemas que representaba el ejercicio
del poder y su relación con la justicia, entendida esta en un sentido distinto
a lo que hoy de modo instrumental se entiende por justicia que se relaciona más
con el derecho como modelo organizativo social.
La
vigencia de Sócrates en el pensamiento actual se mantiene porque su mensaje
relaciona pensamiento, mundo (ciudad, Estado) y justicia en un trinomio
indisoluble que para el pensador es imprescindible. Por una parte, la relación
entre pensamiento y justicia proviene de la reflexión que hace que establezca
una correlación entre su concepto de lo deseable desde sus criterios vitales y
traslade sus valores a su ideal de justicia. Por otra parte, desde ese ideal de
justicia que proviene de su reflexión interna relaciona su criterio personal de
justicia y lo compara con las leyes de la ciudad (Atenas) ya que son ellas las que
establecen el criterio de justicia que rige para los ciudadanos.
Precisamente
Sócrates decidió no acogerse a la posibilidad de renegar de sus ideas en su
juicio por acusación de corromper a los jóvenes con sus ideas e introducir nuevos
dioses, acusación que realizaron contra él tres ciudadanos, Meleto (poeta), Anito
(político) y Licón (orador), que tenían entre otras razones para la denuncia la
de la envidia y los resentimientos personales. Eligió la otra opción que era la
condena a muerte como alternativa al cambio de sus ideas que le proponía el
tribunal. Esa elección es la gran enseñanza socrática que ha vencido el paso
del tiempo, principalmente a través de las obras de Platón, Jenofonte y Diógenes
Laercio.
Es su idea
del cumplimiento de las leyes de la ciudad aunque fueran injustas, lo que le
lleva a aceptar la muerte como pena en un proceso dudoso de su imparcialidad en el
que las tensiones políticas tenían una parte importante porque Sócrates había tomado
partido por la facción pro-espartana que se hizo con el poder tras las guerras
del Peloponeso.
La
enseñanza de su decisión ante la dura condena que recibe tiene varios aspectos.
Por una parte, la elección de mantener sus propias ideas frente a lo que le
proponen, que era desdecirse de las mismas y que hubieran arruinado su prestigio
de pensador ante la ciudad. Además de ese criterio es determinante su respeto a las leyes de la ciudad, leyes que combatió con sus ideas, su
pensamiento y su crítica, pero que era obligado respetarlas como todo buen
ciudadano ateniense patriota. Esa ética del comportamiento frente a las leyes
de la ciudad es una de las principales enseñanzas socráticas. También, la
lección de Sócrates es de un estoicismo incipiente, como es aceptar los
resultados de los propios actos y del pensamiento propio asumiendo íntegramente
las consecuencias que dimanen de ellos.
Por todo
ello hoy estaría furioso. Muy furioso y seguramente se comportaría con una fuerte
vehemencia que le haría muy incómodo para el poder.
Hoy
Sócrates habría comprobado que las propias leyes que se han dado los ciudadanos
pueden mutar según las conveniencias políticas coyunturales lo que hace que los
propios ciudadanos que no están inundados y condicionados por las consignas de
las diversas facciones políticas, como se decía en la antigua Atenas, miren absortos
a cómo sus propios gobernantes un día sí y otro también admiten unos criterios
sobre las leyes, para a continuación y de inmediato si es preciso esas propias
leyes las conculcan, las modifican y aprueban otras que son totalmente
contrarias a las existentes hasta el momento.
Ese comportamiento
del poder le hubiera chocado con sus principios por los que murió y aceptó la decisión
del tribunal aun habiendo podido salvarse, esos principios eran: mantener los propios criterios y
pensamiento frente a los de la ciudad, asumir las consecuencias de ello y
considerar que las leyes son para cumplirlas íntegramente y aceptarlas, precisamente
porque son las leyes de la ciudad.
Hoy comprobaría
que para el poder los criterios sobre la ley y la justicia pueden mutar de inmediato
siguiendo las necesidades momentáneas y los intereses personales, donde las
leyes que se interponen entre los intereses del poder son laminadas, abolidas y
sustituidas por otras más favorables y todo ello sin consecuencias reales para los
gobernantes que deciden los cambios, porque el clientelismo de cargos y
prebendas que reparte en los Estados contemporáneos hace que tengan unos
determinados votos cautivos sean cuales sean sus decisiones.
El mensaje socrático contemporáneo se dirige a la quiebra que determinadas decisiones del poder crean entre la ética, la justicia y el ejercicio del poder, entre las que las perdedoras habituales está la ética que cualquier gobernante debe mantener para que los ciudadanos comprueben que sus gobernantes mantienen unos criterios permanentes y que si fueran preciso cambiarlos, lo realizarían con un consenso mayoritario ciudadano tras un periodo de discusión razonada sobre los cambios. Ese consenso mayoritario es diferente a una mayoría de mínimos aunque sea absoluta en términos contemporáneos constitucionales, porque generaría enfrentamientos ciudadanos permanentes.
Con ese comportamiento del poder actual la justicia
social se resiente para acabar simplemente siendo una justicia jurídica de la mayoría
que detente el poder, que es el principio de la quiebra de la democracia, porque
esta no puede mantenerse en sus cuestiones principales sin grandes consensos
ciudadanos muy mayoritarios.
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